El Humanismo como utopía real
Problemas
patológicos del hombre en la sociedad moderna.
Está muy difundida la idea de que todas las
necesidades humanas quedarían satisfechas sólo con que triunfasen los métodos
modernos de producción. El hombre sería feliz y tendría una mente sana si tuviese lo suficiente para comer, largo
tiempo de asueto y un constante aumento de la posibilidad de consumir.
El carácter del hombre ha sido moldeado por las
exigencias de un mundo que él mismo ha edificado con su mano. En el sigo XX, la
orientación caracterológica del hombre muestra una enajenación considerable y
una identificación con los valores del mercado. Ciertamente, el hombre
contemporáneo es pasivo durante la mayor parte de su asueto. Es el eterno
consumidor. El mundo es para él un enorme objeto para satisfacer sus apetitos:
una botella grande, una manzana grande, una teta grande… siempre espera algo y
es siempre decepcionado. Y cuando no es
consumidor, es mercader. Su libertad es la de producir y vender. En el mercado
no solo se ofrecen y venden mercancías: también el trabajo y el hombre mismo se
ha convertido en mercancía.
Sin embargo no solo el mercado lo que determina el
carácter del hombre moderno. Hay otro factor directamente relacionado con la
función del mercado, que es el modo de producción industrial. Y los gigantes de
la industria son manejados por una burocracia profesional más interesada por el
buen funcionamiento y la expansión de su empresa que por el afán personal de
lucro.
¿Qué tipo de hombre, pues requiere nuestra sociedad
para poder funcionar bien, sin roces? Necesita hombres que se crean libres e
independientes, no sometidos a ninguna autoridad, ni principio, ni moral, pero
que estén dispuestos a recibir órdenes, que hagan lo que se espera de ellos y
que encajen sin estridencias en la maquinaria social. Éste tipo de hombre que
ha conseguido producir el industrialismo moderno: es un autómata, un hombre
enajenado. Sus energías vitales se han transformado en cosas e instituciones, y
estos a su vez en ídolos.
La enajenación y futilidad del trabajo tienen como
consecuencia el anhelo de una pereza total. El hombre odia su vida laboral
porque le hace sentirse preso y estafador. Su ideal llega a ser una ociosidad
absoluta, por la que no tenga que mover un dedo.
El hombre enajenado, aislado, está atemorizado: no
sólo porque la enajenación y el aislamiento provocan angustia, sino también por
causa de una razón particular. El sistema industrial burocrático tal como se ha
desarrollado especialmente en las grandes empresas, provoca angustia: en primer
lugar, por la discordancia entre el tamaño de la entidad social y la pequeñez
de un solo individuo; y además por la inseguridad general que este sistema
provoca en casi todos.
La producción económica no debe ser un fin en sí
mismo, sino solamente un medio para lograr una vida humanamente más rica. Será
una sociedad en la que el hombre será
mucho, no una sociedad en la que el
hombre tendrá mucho.
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